lunes, julio 09, 2007

Eternamente a sus pies



"La fiebre y el placer,
que puedo hacer, se convirtió
en sucio polvo gris,
quien me lo iba a decir."

Eloise

Ricardo, que era convecino suyo siempre decía que era el “punto king”. Yo cuando lo veía en la tele 20 años atrás sentado en su trono y con la lagartija moviendo la cola pensaba que era el colmo de la modernidad y no me podría creer que semejante tipo fuera de Tudela Veguín.

Probablemente no fue un gran cantante, pero dominaba la puesta en escena como nadie y si hubiera que rescatar a alguien de la tan traída y llevada movida madrileña yo le elegiría a él.

Durante muchos años ha permanecido en el olvido y de repente parece que oscuras fuerzas quieren reivindicarlo, si hasta Marta Sánchez hace una versión de Embrujada en su último disco. A mí me gustó siempre más Eloise.

Sí, Ricardo tenía razón, era el puto amo.

P.S. No deja de ser curioso que lo más grande, musicalmente hablando, en Asturias haya salido de la cuenca de Langreo,
Stukas y el gran Tino Casal.

Últimas tardes con los brackets




Rozando las nueve de la mañana de un ya domingo de finales de junio estábamos en uno de esos nuestros bares favoritos para terminar las noches sin futuro y acabábamos de salir a respirar un poco de aire al paseo marítimo que estaba justo al lado. En la playa ya se divisaban los primeros bañistas, asiduos visitantes algunos en cualquier época, aunque la incipiente mañana no invitaba demasiado al baño. Nunca he compartido el placer que debe proporcionar bañarse en el Cantábrico en pleno mes de febrero, por ejemplo, pero mañana tras mañana, llueva o granice, incluso nieve, al menos una docena de personas se adentran en sus aguas. Como dato curioso añadir que la edad de los aguerridos bañistas suele ser bastante elevada.

-“Tienes sonrisa gingival.”

Me lo dijo así de golpe, sin venir a cuento. Al modo en el que Mel decía y aún dice las cosas.

¿Qué carajo significa sonrisa gingival? me pregunté y ella debió adivinar mis pensamientos porque de inmediato añadió:

-“No te asustes, que no es nada malo. ¿Recuerdas a Ines Sastre en los anuncios de Lâncome?. Ella también tiene sonrisa gingival, cuando sonríe enseña demasiado las encías.

Bueno, no debió adivinarlos del todo, porque a mí las palabras no me asustan, y menos cuando las desconozco. En ese caso me producen curiosidad.

-“Eso con una ortondoncia en menos de un año se te corrige, además corregirías la oclusión y bla bla bla… en un año una sonrisa perfecta. Estás de suerte, porque un amigo de mi padre, el doctor L. es el mejor ortodoncista de la región, por no decir de España. Su consulta está a la vuelta de la esquina de la joyería esa que siempre atracan, no tiene pérdida y bla bla bla.”

Hay que aclarar que Mel es dentista, o al menos eso es lo que dice un pomposo diploma expedido por una universidad norteamericana de la costa oeste colgado en la consulta de papá. Cuando tras más pena que gloria consiguió licenciarse en medicina huyó a los States financiada por sus padres. Estuvo desaparecida durante varios años y regresó con nuevo corte de pelo, bronceado y un tal Joshua colgado del brazo.

La maldición de la sonrisa gingival se me quedó grabada y de golpe, como por arte de magia comencé a fijarme en todas las bocas que se cruzaban conmigo. Desde mi entorno a los desconocidos en plena calle y acabé por descubrir que era asombroso la cantidad de personas adultas que lucían relucientes brackets.

En un irreflexivo arranque decidí llamar a una de mis hermanas, mi sobrino también los luce, pero claro, él tiene 12 años, para preguntarle quién era su ortodoncista. -“El doctor L.”, tendría que haberlo adivinado, -“es el mejor”, añadió. –“Todas mis amigas llevan a sus niños a él. Incluso mi vecina del cuarto que tiene casi cuarenta. ¿Y te acuerdas de Neo?, él incluso bucea”. No traté de encontrar la conexión entre ortodoncia y buceo así que colgué tras haber apuntado el número de teléfono del famoso doctor L. y sin pensarlo dos veces llamé. Las cosas verdaderamente importantes en esta vida yo suelo hacerlas sin pensar demasiado, y qué más importante que ponerse unos hierros, probablemente innecesarios, en la boca.

Me dieron cita para un par de semanas después. En una reluciente clínica donde todo el personal era femenino y vestido de blanco excepto él, el doctor, me recibió una sonriente recepcionista que me fue guiando durante al menos una hora y media por el fascinante mundo de la ortodoncia entre radiografías y muestras de brackets casi invisibles, en el casi está la diferencia. Sólo al final y durante apenas diez minutos tuve la oportunidad de echarle un vistazo al famoso doctor L. que para mi decepción resultó ser bastante anodino. Yo ya me lo imaginaba cual caballero andante. Pero resumiendo, me convencieron con la firme promesa de que entre año y año y medio me vería libre de los hierros y luciendo una sonrisa de cine.

Lo peor no es que ese año y medio lleva camino de convertirse en dos años y subiendo. Tampoco que parezca impropio hacerse una ortodoncia camino de los treinta, realmente es innumerable el número de adultos que los lucen, y será casi “deformación profesional” pero no hay día en que me encuentre con alguno. Lo malo no es que la comida ya no sepa igual, tengas que renunciar a determinados alimentos (mis añorados bocadillos de jamón, por ejemplo, una es de gustos simples). Tampoco las dudas iniciales y ya superadas acerca de la posibilidad o no de besar y demás. No, lo malo es ese mal sueño que me invade cada noche donde se me caen todos los dientes, uno tras otro, a un ritmo lento e insoportable, por causa de los brackets, se entiende.

A finales de julio tengo la próxima revisión, cruzo los dedos, tal vez haya llegado el momento de verme libre de ellos.

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