domingo, octubre 07, 2007

Useless desire (III)


Agua mineral y una triste ensalada para mí frente a tres devoradores de grasientas costillas. Me veía fuera de lugar y no sólo por asuntos gastronómicos. Me aburría. Me aburren los juegos de seducción y toda la impostura propia de esas circunstancias incluso cuando yo soy la protagonista, o más bien la antagonista, me sentía como una malvada de telenovela venezolana.

Harta como estaba de conversaciones banales, de tímidas sonrisas, de alardes fingidos y pasiones pasadas cuando ya llegábamos a los postres que nos saltamos para ir directamente al café comenzamos a discutir sobre qué hacer a continuación dado que no nos poníamos de acuerdo. Todos excepto yo tenían su propuesta, a mí me daba exactamente igual el lugar elegido, sólo quería levantarme de esa mesa.

Muy propio de mí es alejarme de las discusiones cuando nada tienen que ver o cuando no quiero implicarme por el motivo que sea así que me levanto y voy al baño. Allí me cruzo con un grupo de treintañeras celebrando una de esas absurdas despedidas de soltera en las que las chicas van todas vestidas iguales y a la novia y futura esposa la adornan con toda suerte de atributos sexuales masculinos. Nunca le he encontrado la gracia al asunto.

Cuando me acerco a la mesa aún se seguía sin alcanzar un acuerdo y la discusión seguía especialmente enconada entre él y tú. No entiendo como no pude darme cuenta en ese momento que lo que realmente os disputabais no era la elección de bar.

Soy tímida, lo he dicho en anteriores ocasiones. Patológicamente tímida y profundamente pudorosa pero cuando me aburro, por momentos y como desafío a esa timidez me vuelvo completamente irracional e impulsiva. De peligrosa me calificó una vez alguien, a lo que yo añadiría, básicamente para mí misma, no tanto para los demás.

Tengo una propuesta, digo tímidamente y los tres me miráis. Ella enseguida me interrumpe para asegurarse que no sea uno de esos bares de mala muerte de Cimatatown a los que soy tan aficionada. La tranquilizo:

-“No, chata, es demasiado pronto para esos antros de mi perdición. Ni se me ocurriría proponértelo a ti, ya sé que no son de tu agrado. Voy a pedirle unas páginas amarillas al camarero para buscar la dirección de algún sex-shop que supongo son de horarios tardíos y aún siguen abiertos a estas horas. Había pensado que podía pasarme por allí ahora para resolver un pendiente. Podéis acompañarme o nos encontramos luego.”

Ella pone los ojos en blanco apenas unas milésimas de segundo ante vuestra inmutabilidad. Él saca su teléfono móvil y me dice que no es necesario requerir al camarero, conoce a una compatriota suya que trabaja o trabajaba de dependienta en uno. Llama a alguien que contesta al otro lado del teléfono y en un idioma incomprensible supongo que saluda y plantea la cuestión. Me pasa el teléfono.

La noruega resulta ser una chica encantadora. La tienda en cuestión resulta estar en una calle que conozco. Y ellos resulta que deciden acompañarme.


Useless desire (II)

Yo me alejé
pero llevo en la mano
aquel cielo nativo
con un sol gastado.

Horizonte
de Vicente Huidobro


Viernes, en torno a las ocho de la tarde. Ella y yo perfectamente maquilladas, vestidas y encaramadas en nuestros tacones a la entrada de un centro comercial. ¿Se puede llegar a encontrar una en situación más ridícula (y denigrante) que citarse a la entrada de un centro comercial? La respuesta me temo es un rotundo no. Ya bastante grotesca es una cita a cuatro como para añadirle esa circunstancia, aunque en mi descarga añadiré que la idea obviamente no fue mía, ni siquiera de él, sino de ella, por motivos de cercanía, puntualidad y otros de índole diversa que no vienen al caso.

Que acabáramos en el
Ca Beleño supongo si debió ser idea mía, aunque no lo recuerdo es altamente probable. En las primeras citas me gusta pisar terreno conocido y donde me sienta cómoda al margen de que de alguna manera es una forma de marcar mi territorio. Éste es mi ambiente, ésta es mi gente, ésta es la cerveza que me gusta… si no te convence más vale que te olvides porque lo que ves forma parte de mí.

La conversación la dirigían ellos. Se entendieron desde el primer momento y siempre se cayeron bien. Tú y yo estábamos un poco al margen aunque de cuando en cuando él reclamaba mi atención y ella la tuya, y cuando la conversación pasó a versar sobre conflictos laborales no tuve más remedio que intervenir que de eso yo sé un rato. El único que parecía satisfecho con su trabajo eras tú así que no diste mucho juego pero el resto no dejamos de hablar acerca de la malignidad de nuestros jefes, la inoportunidad de nuestros colegas y la escasez de nuestros sueldos.

Estaba claro que ella ya había hecho el reparto y debería estarle agradecida porque a mí me había tocado el más guapo, porque efectivamente él era el más guapo (y muy guapo) y mucho más simpático y atento y no volvió a llamarme “linda” en toda la noche. Pero a mí no me gustan los guapos, ni los simpáticos, ni los que muestran tan descaradamente su interés no siendo recíproco. De todas formas obviamente ni tú ni yo íbamos a renunciar a los papeles que nos habían asignado, al menos a lo largo de esa noche. En tu caso por lealtad a tu amigo, supe más tarde, en el mío podríamos decirlo así. También influía el hecho de saber perfectamente el porque de la elección de ella. Al fin y al cabo no eras más que un probable desconocido.

Tras un par de cervezas y mucho intercambio de miradas como queriendo decir pero qué carajo hacemos aquí, fuimos a cenar. La elección del restaurante no pudo ser más pésima, lo que enervó aún más mi estado de ánimo. Una parrilla argentina donde sólo servían carne a la brasa.

Una noche que comienza para alguien que apenas prueba la carne citándose a la entrada de un centro comercial, cenando en una parrilla y jugando al dos por dos sólo puede acabar apostando por el uno equivocado.

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