jueves, mayo 22, 2008

Rufus Wainwright

Otra edad





Nos cruzábamos siempre al más puro estilo de Oliverio y la Maga. Sin cita previa y fingiendo una casualidad que no era tal, a mediodía en Suárez de la Riva, saliendo él de Presidencia y viniendo yo del Fontán. Durante muchos días que se nos antojaban iguales nos refugiábamos en alguna sidrería de Trascorrales ajenos al mundo e incluso a nuestras propias vidas.

Cuando dejamos de tener algo que decirnos, y eso no tardo en llegar, cada uno se fue por su camino. Sin mirar atrás, no fuera a convertirme en estatua de sal.

En contadas ocasiones volvimos a vernos. Tal vez de forma inconsciente o con todas las consecuencias cambiamos nuestras rutinas y calles para no encontrarnos. Más de una vez fingimos no vernos o nos saludamos de lejos con miradas veladas y sonrisas cómplices mientras nuestras respectivas compañías se mantenían al margen. Un buen día desaparecieron las huellas y los recuerdos. La lluvia borró nuestros pasos por las calles de Oviedo. Dejamos de existir.

No me costó reconocerlo avanzando frente a mí, la cara hundida en uno de esos periódicos que reparten gratuitamente mañana a mañana en casi todas las esquinas. Caminaba despacio por Uría, dejando resbalar el tiempo a su alrededor, mientras yo salía de Milicias apurando el paso para evitar la tentación del chocolate, sonriendo ante la ociosidad de un turista que estudiaba detenidamente la estatua del señor Allen.

Mi primera intención fue pasar de largo. Fingir que no veía lo que veía. Cruzar la calle. Pero un impulso me detuvo. Pasó a mi lado sin mirar y cuando ya me había rebasado le llamé. Cuando me di cuenta que nada tenía que decirle ya era tarde y girándose asomaba su mirada expectante por encima del periódico ante el reclamo de su nombre de pila en la voz de una desconocida.

No faltó el "cuánto tiempo" ni un sin fin de preguntas que ninguno de los dos teníamos demasiadas ganas de responder, las excusas y las disculpas por la prisa, la promesa de un café un día de estos y los recuerdos para mi Jefe y para el otro, de su parte, mientras yo descubría que él sabía de mí lo que yo no sabía de él. No sólo sabía cuál era mi actual puesto sino que le unía una cordial amistad con esos dos, fruto de muchos años en, digamos, intereses y ocupaciones comunes. Cuando les transmití sus saludos no dejaron de alabarle: su integridad, su honestidad, su decencia. Calificativos que yo nunca hubiera usado para describirle.

Días después, cuando comenzó a salir en el periódico y las noticias de la autonómica como firme defensor del oprimido no pude evitar pensar lo poco que había llegado a conocerlo yo y lo poco que habían llegado a conocerlos ellos. Al margen que parecería condición sine qua non para alcanzar cierto puesto de responsabilidad en ésta, nuestra administración, haber pasado por mi cama, o yo por la suya (el orden no altera el resultado).

Fue entonces cuando sin pedir permiso, a traición, sin premeditación y alevosía la desconfianza llamó a mi puerta. Hasta qué punto conocemos a quién creemos conocer. Qué se yo realmente de él y de su vida. Aunque en realidad y es lo más probable, ya ni me importe.

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