jueves, diciembre 18, 2008

Tras las ventanas



Nunca he sabido tratar el dolor ajeno. El mío no, el mío es diferente. Yo sólo lloro cuando hace frío y en los cines. Elijo meticulosamente la película, todo un drama, y esa primera sesión de la tarde, con la sala vacía, apenas dos o tres espectadores que te miran de reojo tras su enorme bolsa de palomitas. No me gustan, ni esas Coca-colas gigantes y desprovistas de gas que hay que beber a través de una paja. Pero llorar allí es tan fácil…

Sin saber qué decir con una medio sonrisa más que cercana a la mueca. Los abrazos no acompañan en el sentimiento, no digamos los dos besos de rigor (uno por mejilla). Las frases son vacías mientras unos reciben mensajes, el irritante pitido de los sms, el teléfono que no deja de sonar desde un bolso de Loewe abandonado encima de una mesa y que nadie reclama. No hay coches para todos, la necesidad de llamar a un taxi se pierde entre los saludos. Tanto tiempo sin verte. Te has cortado el pelo. Cuándo has llegado de allá. Quién recoge a quién en el aeropuerto. Haré todo lo posible por ahorrarle el trago. Y tú cuándo vuelves. El lunes seguro tendrás que trabajar. Llega esta noche de Roma, el resto, conducen, todos, desde Madrid. Un email desde la distancia es demasiado impersonal. Haz el favor de llamar por teléfono. A mí me nombra, me sorprende. Tiene mal aspecto. Estoy hablando por hablar y es que aún no me lo creo. Ya la conoces, trabajamos juntas. No llegamos a coincidir, él se jubiló el año anterior. Éramos vecinos. Tienes que pensar en positivo. Ya sabes, para lo que quieras. Una corona decía… te quisimos siempre, no te olvidaremos nunca.

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