lunes, abril 06, 2009

A Nebroa


A veces no hay que tener motivos, simplemente porque sí, porque me apetece, me late... porque me da la gana y te mereces unas risas y estoy segura de que a ti, como a mí, esta canción te hace dibujar una enorme sonrisa... quiero oirte desde mi norte cantar a pleno pulmón...

"Well I got some beer and the highway's free
And I got you, and baby you've got me.
Hey, hey, hey what you say Sherry Darlin'"





Vestida de domingo



Ayer, como casi todos los domingos independientemente de la hora a la que me haya acostado el sábado o de lo que haya hecho, fui a misa. Sí, no me lean con esa cara, esta que aquí escribe es católica, obvio lo de practicante porque no concibo ese sustantivo sin ese adjetivo, y voy a misa los domingos y fiestas de guardar.

Mentiría si dijera que soy una ferviente creyente, porque no lo soy, envidio la fe de por ejemplo mi madre, que en la religión y en sus rezos encuentra permanentemente amparo y consuelo. Al margen de que sea obvio que motivos para la excomunión tengo cientos, no me he caracterizado por ser precisamente fiel a determinados preceptos de la Iglesia. Me limito a los ritos, me reconfortan las iglesias, el silencio, la oscuridad, el olor a incienso y la cera ardiendo. Habrá quién dirá que para el estrés y las tensiones está el yoga y el pilates y no la religión, pero si a estas alturas, ustedes que me leen, no han puesto en duda mi cordura quizá sea el momento de que lo hagan. Tampoco importan los motivos. Una férrea educación religiosa en un colegio de monjas, una familia tradicionalmente practicante y de fuertes convicciones católicas, tal vez la costumbre, el ejemplo a seguir de cierta Iglesia que quizá no coincida del todo con la jerarquía eclesiástica. En todo caso carece de importancia.

Suelo ir a misa a las diez. Nada de la grandilocuencia de la misa de doce en la catedral o en San Juan. No, un humilde convento de frailes en un barrio obrero donde la envejecida feligresía ronda una media de 70 años y no luce ni visones ni collares de perlas. Donde uno es católico a secas, sin apellidos de Opus Dei, ni de catecumenados, ni de kikos, ni de Legionarios de Cristo, tan aficionados últimamente a tomar las calles y en erigirse, con permiso de la curia, en la voz de los cristianos.

Ayer, Domingo de ramos, inundada la iglesia por el laurel y el romero, fiel a mi cita. Misa, periódico y croissants para el desayuno (que una desayune sola no implica que tenga que hacerlo mal) y a mi regreso, dando un largo rodeo, cuando a una no la espera nadie en casa nunca se tiene prisa en regresar, me cruzaba con parejas engalanadas de domingo frente a mis vaqueros desvaídos. Ellas, encaramadas en sus tacones y luciendo piernas sin medias, es Ramos y hay que estrenar el vestidito de tirantes comprado en Zara, maquilladas como puertas, recién retocadas las mechas el viernes y peinadas en la peluquería el sábado. Arrastrando al niño de turno en pantalones cortos con las piernas moradas del frío entablando una batalla de samurais con el primo que aún tiene más frío, un par de años menos y empuña sin demasiada convicción esa palma regalo de la abuela sin tener la menor idea de su significado. El padre, por su parte, que se quedará fumando un cigarrillo con los otros padres a la puerta de la iglesia mientras la madre entra con los niños, lleva de su mano a la hija, que más bien parece un repollo con lazos, su vestidito rosa, la rebeca insuficiente a la cintura y la dignidad con la que se pasea palma en alto. Y yo, pese a ser del vive y deja vivir, no puedo evitar que me irrite toda esa impostura. La historia que siempre se repite en las bodas, bautizos y comuniones. Ni que andara falta la Iglesia de falsedad e hipocresía.

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