viernes, diciembre 11, 2009

Del amor y otros demonios


Yo nunca sentí celos, aunque supongo que motivos no me faltaron. El Holandés Errante, que hacía gala de lealtad, que no fidelidad, dos conceptos que mucha gente tiende a separar con afán de justificación, me puso a prueba día tras día durante meses. La dignidad, al menos la mía, tiene plazos.

Pero no estaba celosa de esas otras que pasaban por su cama cuando yo no la ocupaba. Me parecía tal pérdida de tiempo y energía que no estaba dispuesta a sucumbir a ellos. No me importaban sus justificaciones, que yo no le pedía, sus aseveraciones de lealtad, probablemente mal entendida, tú eres la primera pese a todo, ni sus remordimientos de ida y vuelta. Simplemente me gustaba, probablemente demasiado, y cuando estaba conmigo, estaba conmigo, y eso era lo único que contaba.

Siempre he sido consciente de lo que soy, de lo que ofrezco, de lo que se espera de mí y de lo que enseño. Así, cuando aquél circunstancial compañero de viaje se quedaba mirándola, embobado en su swing, yo permanecía impasible. “Es tan lindo mirarla” (y léase con acento uruguayo, que para los no iniciados es igual que el porteño, aunque unos y otros lo nieguen, como si el Mar de la Plata no tuviera dos orillas). Y era cierto, era lindo mirarla, era bella, tremendamente guapa. El resultado del mestizaje de oriente y occidente. Podrían usarse un buen montón de lugares comunes para describir su aspecto físico, contra el que yo obviamente no podía, ni quería competir. Y a mí me daba igual. Que se fijara en una chica más guapa lo encontraba natural.

Mar siempre me decía que el día que finalmente conociera los celos, sufriría tal ataque que me subiría por las paredes que aún me quedan por pintar y me comería las uñas que no me muerdo. Pero yo no sé de celos. Siempre me han parecido banales, estúpidos y una mala pasada de la imaginación que no poseo. Si alguien está contigo y se presupone que voluntariamente te quiere y comparte su espacio y su tiempo, por qué ibas a dudar de sus afectos. Si deja de hacerlo, será igualmente porque voluntariamente deja de sentirlo, independientemente de que se vaya con otra y una no tenga demasiado claro si se va con ella porque ha dejado de quererte o ha dejado de quererte porque se va con ella. En todo caso creo ser más afín a la primera premisa.

El dolor es el mismo, obvio. Como el abandono, la pérdida, la indefensión y las preguntas sin respuesta. Pero es una lucha condenada a la más humillante de las derrotas, la de quedarse queriendo sola. Por qué adelantar esa batalla cuyo único fin es el fracaso. No, ni modo.




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