miércoles, julio 21, 2010





No me gustan los musicales. Es más, odio los musicales. Y hablo con el suficiente conocimiento de causa que me ha dado ver medio musical y tres cuartas partes de una película musical (las de Fred Astaire y Ginger Rogers no cuentan).

Me encanta la ópera, en cambio (ya saben, soy una snob), aunque no excesivamente la zarzuela y estoy que trino, porque para no variar, cuando me dispongo a sacar entradas para ver Tristán e Isolda en febrero ya no hay entradas. En Oviedo sigue considerándose que es un artículo de consumo de lujo restringido a abonados y amigos y familia del excelentísimo ayuntamiento.

Pero volviendo a mis odiados musicales... ¿Por qué cuando dices que no te gustan siempre estás rodeado de gente que los adora y que te miran con cara de que no sabes de lo que estás hablando? La segunda fase es el proselitismo, tengo una invitación pendiente para ver Cats con el total convencimiento, por parte del anfitrión, de que caeré rendida ante semejante belleza (y de paso, ante sus pies). Dudo sinceramente ambas cosas.

Y es que no, no le encuentro la gracia a que de repente en medio de una conversación los actores se pongan a cantar y bailar cosas absurdas, para instantes después retomar la trama de la película como si nada hubiese pasado.

La primera y única vez que me senté en un teatro a soportar un musical fue en otra vida. Los miserables, hace tantos años que ya he olvidado quién era entonces. Sólo sé que a media función me levanté y me fui, acabando en un cine de Gran Vía viendo el Drácula de Bram Stoker (calculen los años si acababa de estrenarse esa película) y que tras el cine nos fuimos al Stella, garito que regentaba la sin par Alaska, con un oportuno 'somos amigos de Olvido'.

Así que ayer decidí darle una nueva oportunidad y resarcir un autoagravio. Me senté a ver My fair lady. Aguanté apenas tres cuartos de hora por respeto a Audrey Herpburn y porque cuando leí a George Bernard Shaw, el libro me había encantado. Pero acabé viendo uno de mis placeres culpables, Glee.

Encontré la película sinceramente insoportable, y eso que la vi en versión original, ni imaginar quiero cómo sería verla doblada al castellano (hay cosas que deberían estar directamente prohibidas). Y supongo que muchos no estarán de acuerdo, pero ni Audrey Herpburn, con todo su charme, la levanta.

Supongo que también tiene mucho que ver que Rex Harrison nunca me ha transmitido nada de nada, aunque curiosamente sea él el protagonista de la más maravillosa película jamás rodada, The ghost and Mrs. Muir. Y ya no pueda imaginarme otro capitán Gregg que no sea él.

Así que cuando sonó el teléfono encontré la disculpa perfecta para dejarla a medias y enterrarla en el baúl de los olvidos. ¿Qué estabas haciendo? ¿Te he he interrumpido en algo?.... No, sólo veía una película que no me estaba gustando... Maravillosa, maravillosa, Audrey Herpburn es maravillosa; esa película es maravillosa; la vida es maravillosa... tan dulce, tan bella, tan elegante, con tanto encanto... Como últimamente me reprimo y trato de no llevarle la contraria a nadie y le digo a todo el mundo lo que espera oír, asiento al otro lado del teléfono y no opino.

¿Y se han dado cuenta de que Audrey Herpburn de un tiempo a esta parte se ha convertido en icono y referencia de elegancia, belleza y saber estar? ¿Que su cara, su figura y su estilo nos invade en forma de posters, camisetas y hasta lámparas? Lo encuentro comprensible hasta cierto punto. A mí siempre me ha parecido una mujer maravillosa, cierto, pero absolutamente irreal. Las mujeres de verdad tienen curvas, y a veces son hasta vulgares y van despeinadas. Y Audrey era demasiado perfecta y demasiado etéra (entre otras cosas sufrió anorexia). Entiendo que se le admire, yo soy la primera que quise ser como ella hasta que descubrí que era imposible; pero por favor, que no se tome como una referencia a la que imitar.

Una vez leí en algún lado, que los diseñadores de alta costura, los que determinan qué se pone de moda y qué no, y lo que luego las mujeres de a pie nos encontramos en las tiendas de a pie (el imperio Inditex está plagado de clones de modelos de alta costura) odian a las mujeres. La teoría pasaba por su homosexualidad, en la mayoría de los casos. Dudo sinceramente que un hombre odie a las mujeres por ser gay, aunque la teoría es vistosa y en el fondo parezca haber algo de cierto. Puede que sea un odio subliminal o tan sólo la incomprensión de lo que supone ser mujer y no morir en el intento. Porque en tiempos donde en la Europa bien pensante y supuestamente civilizada se discute tanto la oportunidad de prohibir o no los velos islámicos, olvidamos que el resto de mujeres no estamos ya sometidas a los preceptos de la religión, sino a una especie de burka invisible que nos obliga a estar de continuo perfectamente peinadas, manicuradas, vestidas y aunque entendemos que fumar mata y que el liberarse del corsé, allá por principios del siglo pasado, fue toda una liberación, ahora aceptamos libremente (o no, no tienes muchas otras alternativas en las tiendas) subirnos a unos tacones imposibles, el número de centímetros no deja de subir temporada tras temporada, con evidentes riesgos para nuestro equilibrio y nuestro físico.

Aceptamos también que juventud y belleza debe ir de la mano a riesgo de convertirte en invisible sino te sometes a sus dictados. Si eres mujer, prueba a cortarte el pelo (yo lo hice), corto, cortito, a lo garçon, como dicen los franceses (que siempre dicen lo mismo pero lo dicen mejor) y luego me cuentas. No importa que ya no tengas 20 años o que no seas especialmente bella, porque medios para remediarlo hay. El problema nace cuando te aceptas a ti misma y decides que la arruga es bella, que tus años vas a llevarlos con dignidad y no te importa lucir un escote de talla 85 que al fin y al cabo es que la naturaleza te ha dado, que no te vas a someter a las tiranías del botox y la cosmética, al riesgo de padecer tanorexia. Porque el modelo de mujer que se nos vende es otro, mujeres que miden 180 y lucen una talla 36, con cuerpo de adolescente sin curvas, excepto, obvio, la silicona estratégicamente colocada, lo más parecido a una muñeca Barbie que puede encontrarse fuera de las tiendas. Todas en serie, todas iguales y nosotras empeñadas en no ser la nota discordante.

Related Posts with Thumbnails