sábado, agosto 21, 2010

Evita calamidad


"If I push too hard it's because I want things to be better, I want us to be better, I want you to be better. Sure I make waves you have I mean you have to. And I'll keep making them till your everything you should be and will be. You'll never find anyone as good for you as I am, to believe in you as much as I do or to love you as much."

Katie a Hubbel en "The way we were".

Debería crear una etiqueta sólo para ti.

Consuelo de tontas.

Aviso: Esta entrada va a contener tópicos, generalizaciones a mansalva, datos extremadamente autobiográficos y puede herir mi sensibilidad; al margen de ser interminable, es decir, está sin terminar (y puede que así se quede)


"Hoy te has ido de fiesta con amigas,
y sin que tú lo sepas me regalas
un tiempo de estar solo que ya empieza
a ser raro en mi vida, un tiempo útil
para intentar pensar en ti como si fueras
lo que siempre debiste seguir siendo
cuando pensaba en ti: aquella persona,
en todo semejante a cualquier otra,
que una noche lejana tuvo el gesto
generoso y extraño de entregarme su amor.

Pero el amor nos cambia, nos convierte en espías
ridículos del otro, en implacables jueces
que condenan sin pruebas y comparten
sus estúpidas penas con el reo.
El amor nos confunde y trata ahora
de que vea en tu fiesta una traición.


Por huir de esa trampa me amenazo
con los nombres que cuadran al que en ella se enreda:
egoísta, ridículo, inseguro, celoso...
y como un ejercicio de humildad pienso en ti
divirtiéndote sola: te imagino bailando
y mirando a otros hombres;
al calor del alcohol
confiesas a una amiga algunas cosas
que te irritan de mí sin que yo lo sospeche,
y por unos instantes saboreas
una vida distinta que esta noche te tienta
porque eres humana, aunque no me haga gracia.


Ahora caigo en la cuenta de que dudas
como yo dudo a veces, y que también te aburres,
y que incluso algún día habrás soñado
follar como una loca con el tipo que anuncia
la colonia de moda.
Para calmarme un poco
tras la última idea, yo me digo
que el amor es un juego donde cuentan
mucho más los faroles que las cartas,
y procuro ponerme razonable,
pensar que es más hermoso que me quieras
porque existen las fiestas, y las dudas,
y los cuerpos de anuncio de colonia.


Lo que quiero que sepas es que entiendo
mejor de lo que piensas ciertas cosas,
que soy tu semejante, que he pensado besarte
cuando llegues a casa; y que es el amor
-ese tipo grotesco y marrullero-
el que va a hacerte daño con palabras
absurdas de reproche cuando vuelvas,
porque ya estás tardando, mala puta".


"Échale a él la culpa" de Vicente Gallego



[Anoche (o más bien hoy) regresé a altas fiebres de la madrugada. Una de esas salidas imprevistas que se alargan más de la cuenta, más por la pereza de regresar a una casa donde nadie te espera que por el placer de la compañía de una ciudad casi desierta.

El sueño decidió quedarse en la calle y tras dos capítulos más de "Sons of anarchy", y 20 artículos de la Ley de Contratos, me dediqué a leeros hasta que el sueño me venció, saltando de un blog a otro.

Con lo que leí en uno de ellos y ciertas ideas rondando mi cabeza, traídas de las conversaciones de la noche, me fui a la cama, donde seguí dándoles vueltas. No recuerdo quién era el autor del post en cuestión, un hombre. Mi mente estaba dispersa entonces (y no, no había bebido) y fui de un blog a otro enlazándolos durante largo rato; ahora no sabría ubicarlo. No hice allí ningún comentario porque era una entrada atrasada y con una discusión ya cerrada, pero me quedaron las ganas de decir algo al respecto, al menos que no, que no estaba de acuerdo ni poco, ni mucho, ni nada, con lo allí expuesto.

Y es que anoche, mis acompañantes y yo (y hasta un desconocido), volvimos a hablar de sexo. Pero no en términos, cómo diría, eróticos. Tampoco diría científicos, que al fin y al cabo ninguno de los allí presentes éramos sexólogos (aunque había un par de psiquiatras, nada que ver) y un psicólogo frustrado (el desconocido).]



No sé cómo se llegó a iniciar esa conversación. Yo estaba demasiado ocupada tratando de explicarle a E. (refrendada por uno de los psiquiatras) que lo de su ¿ex?novia era una conducta pasivo-agresiva, como si me fuera la vida en ello (aunque no, ya no me juegue nada). Así que no escuché el comienzo ni supe por qué de repente uno de los presentes, ejerciente este verano de Rodríguez (mujer e infantes vacacionando en Denia), comenzó a quejarse de la escasez y mala calidad de su vida sexual con su esposa. Al margen, que si las cuentas no me fallan, y probablemente lo hagan, acabara de meterse entre pecho y espalda el quinto güisqui de la noche.

Apenas conozco a su santa esposa y él no deja de ser un mero conocido, pero no me gustó el tono que utilizó para hablar de sus miserias matrimoniales, y mucho menos, las formas. El alcohol, en todo caso, siempre despeja las dudas.

Según él, fue casarse, incluso mucho antes de que llegaran los niños, y tener que rogar, presionar y hasta chantajear, para tener que dormir en la misma cama revueltos. Parece ser que antes de pasar por la vicaría, oportuno chaqué para él, Rosa Clará, para ella, compartir baño e hipoteca, él era un fiera en la cama. Y nunca, y repite y enfatiza el nunca, ha dejado a una mujer insatisfecha. Ni antes del matrimonio, ni después; que en algún lado tendría que encontrar lo que su mujer no le daba: 'no me permite bajar al pilón y ella ni se acerca al micrófono' (sic).

Risas generalizadas, comentarios del tipo 'la mayor causa del divorcio es el matrimonio' o 'una vez que te cazó ya no necesitó ofrecerse más a ti', etc... Y qué quieren que les diga, estando entre adultos, presuntamente educados, cultos, estudiados, profesionales, ¿he dicho adultos?, hay ciertas cosas, creo yo, que sobran; aunque el alcohol sea muy puñetero y una excusa perfecta, por otro lado.

No voy a hablar del matrimonio, que es algo que desconozco. Ni del obvio desgaste que ejerce la convivencia sobre una relación de pareja. Compartir facturas, crianza y despertares apurados no puede competir con una relación de fin de semana, con tres veces por semana en tu casa o en la mía, con una relación que empieza y acaba entre las cuatro paredes de una habitación de hotel. No puede... ni debe.





La primera vez que mantuve relaciones con un hombre, con un chico para ser más exactos, no era yo precisamente una púber adolescente. No fui especialmente precoz, al menos según lo que recogen las estadísticas, por mucho que se diga que éstas siempre mienten. Pasaba de los veinte, veinte y muy pocos. Supongo que hasta entonces no había sentido ninguna pulsión sexual y ni siquiera entonces; todo se debió a una apuesta, sí, como lo leen. Cuatro veinte y muy poco veinteañeras, vírgenes (cómo odio esa palabra), muchas fiestas universitarias, un trabajo que te hacía sentir adulta por vez primera, drogas, sexo y rock & roll, había que completar la ecuación. No quedaba otra.

Lo primero fue elegir el objetivo. Un objetivo común para tres de las cuatro (la cuarta no contaba, a ella le gustaban las mujeres). Fue fácil. Oli era el único moreno en un universo de rubiales, a pesar de su improbable acento de Stuttgart, Mercedes Benz, le llamábamos. Y ya saben; oh, Lord, won't you buy me a Mercedes Benz. Aquella noche de Carnaval, en la que la única no disfrazada era yo, descubrí lo fácil que era llevarse a un universitario veinteañero a la cama, o al menos hasta mi habitación; porque esto no se lo cuenten a nadie, y es que yo gané la apuesta, todos me vieron irme de la mano con él; pero tantos años después, sólo tres personas (una de ellas él) saben que allí (en mi habitación), no se completó la ecuación. Hubo drogas y mucho rockn'roll. Pero de sexo, queridos míos, nada más allá de unos cuantos besos torpes y apurados. Viviré por siempre con esa mentira sobre mi cabeza, que yo perdí la virginidad (cómo odio esa expresión) en una habitación de la Avenariustrasse, escuchando a Lou Reed y con un estudiante de Comunicación y Humanidades de acento imposible. A Dior pongo por testigo que negaré por los restos que no sea cierto, que lo cierto es mucho más torpe, sucio y oscuro, aunque sonara Springsteen, más por casualidad que premeditación. Espero me guarden el secreto.

Después llegarían otros, muchos, no sé si demasiados. Jamás he hecho una lista con mis amantes (sé de gente que lo hace y hasta los puntúa). Muchos de esos autoproclamados buenos, qué digo buenos, excelentes amantes. Que cual Atila van dejando un reguero de multiorgásmicas a su paso, que nunca han dejado a una mujer insatisfecha, y de ser así, obvio, ella era frígida, anorgásmica y una histérica de mucho cuidado, pues. Pues ni modo, durante mucho tiempo, tal vez demasiado, yo fui el pack completo. Fui frígida, anorgásmica e histérica; una y otra vez, un número suficiente como para creérmelo, primero; callármelo, después, y fingir, en último lugar. Hasta que dejé de hacerlo.

Tardé lo mío, pero cuando aprendí, lo hice rápido. A saber, en primer lugar que es fácil (y más cómodo) fingir, un orgasmo, dos, tres o los que sean necesarios. Segundo, a un hombre le encanta que le digas lo presuntamente bueno que es en la cama, y además, lo más importante es que SE LO CREE sin cuestionar, feliz como una perdiz y orgulloso como si le acabasen de conceder el Premio Nobel al descubrimiento de ese gran desconocido llamado clítoris. Y en tercer y último lugar es que las mujeres hemos vivido engañadas durante milenios, primero por obviar nuestra sexualidad, sometida al macho dominante. Ya saben, a las mujeres no nos gusta el sexo. No, claro que no nos gusta el sexo si éste consiste en mirar al techo con un tipo aporreándonos los ovarios. Y segundo porque con la llegada de la presunta liberación femenina continuó el engaño, ahora sí nos gusta el sexo, no tanto como a ellos, claro, eso nunca, que al fin y al cabo no somos muñecas hinchables, más quisieran. Y llega repasar por completo el Kamasutra, revivir la última película porno (qué daño ha hecho la pornografía), la obsesión por si el tamaño importa o no importa (y vaya si importa, especialmente la longitud de las neuronas), tener que convertirte en una autómata, ser por decreto multiorgásmica (ya dicen los sexólogos que todas lo somos en potencia), tener la garganta más profunda que Divine y los pechos más turgentes que Bo Derek. Y de repente, you know, alguien se percata, por fin, que mujeres y hombres tenemos ritmos distintos y hágase la luz, nacen "los preliminares". Aunque mucho me temo que llegan sin manual de instrucciones, y el objetivo sigue siendo meter hasta el abismo y más allá.

¿Y qué pasa a entender el macho dominante, que ve peligrar su liderazgo, con prelimanares? Ya saben, poner velitas con olor a frambuesa, a Barry White de fondo y a la parienta mirando pa'Cuenca embadurnada en sirope de fresa y chocolate mientras hace en CCC un cursillo acelerado de cunnilingus y masajes varios que pasan por tratar a los pezones como si fueran los botones del mando a distancia, ya se sabe que en una relación, por efímera que sea, quien ostenta el poder es quien posee el mando del televisor. Y sí, por efímera que sea, o nunca se han encontrado con un tipo aparente tras la bruma de las copas de más en el bar que nunca ha estado de moda y que tras los preliminares, el toma y daca y el cigarrillo compartido del después a altas fiebres de la madrugada; en lugar de quedarse dormido, como mandan los cánones masculinos; o vestirse discretamente e irse, como mandan mis propios cánones; agarra el mando y se pone a ver la teletienda. Por eso no tengo yo televisor en el dormitorio.

En esas me vi yo. Multiorgásmica en potencia (como todas). Pechos turgentes (como todas cuando se tienen menos de 25). Agilidad gimnástica y curiosidad insaciable (no decir que no a algo antes de haberlo probado; esto se me ha pasado con la edad). Aunque las películas porno me dieran risa (ahora me dan pena); todo fuera por la causa. El tamaño (el de las neuronas no cuenta, que ya habíamos quedado que sí) no importaba (¿nunca te dijeron que 20 cm era esto?). Un chico joven, moderno, sensible, respetuoso, atento, preliminal, y carajos, me gusta, un poco, lo suficiente, aunque no vaya a ser el hombre mi vida. El asiento trasero de su coche o del mío, y no suena, afortunadamente, Barry White. Y el chico le pone empeño, despliega todos los trucos aprendidos con sus dos ya ex-novias anteriores, y yo perdono la torpeza porque hace juego con la mía, aunque piense que el sexo no debe de ser eso, pero que ya aprenderé/aprenderemos.

Que no nos diera tiempo a descubrirlo juntos fue otra historia. No tragedy (qué linda canción la de la divina Emmylou), que vendrían otros a confirmar sin embargo lo que yo ya intuía, que caminaba directica a ser frígida, anorgásmica e histérica. Y como además era torpe, yo lo decía. Con mucha educación y dulzura, eso sí, la misma que he perdido con el paso de los años. Que algo hacemos/hago mal, siempre en plural, al principio especialmente; más tarde ya en el singular de la primera persona; que el romano siempre se hacía el ofendido, que era la primera con la que le pasaba, que a todas las demás las había llevado al séptimo cielo donde habita Greta Garbo. Que lo que yo debia hacer era relajarme (traducción: fumarme un porrito) y dejarme hacer (traducción: dejarme aporrear los ovarios hasta que él alcanzar el séptimo cielo, ése que habita Gary Cooper). Y vaya si le dejé hacer, tanto que le dejé de hacer.

Como dicen algunos que a la tercera va la vencida yo tuve que asumir que tenía un problema, y una vez asumido lo que mandan los cánones es acudir a un experto, y qué mejor experta que mi amiga T. que acumulaba hombres y presuponía yo, orgasmos, a la par. Y sí, ciertamente T. acumulaba, más bien encandenaba, hombres, e igualmente orgasmos, aunque estos últimos de cosecha propia. Ojiplática me que quedé cuando me dijo que el último orgasmo proporcionado por un hombre lo alcanzó durante aquellas vacaciones en Salou cuando conoció a aquel brasileño (se ve que en Brasil el clítoris había dejado de ser ese gran desconocido), pero que los demás, autoinducidos. Y una aunque era torpe, ahora sólo lo soy un poquito menos, y boba de solemnidad, sabía sumar. Y sumé dos más dos, hey, babe, que yo de esos también, pero no cuentan. ¿Me venía a contar a estas alturas de la life que el santo y seña de la sexualidad no era alcanzar el orgasmo (vaginal) mediante la penetración? Parecía ser que sí, que santo y seña si era, pero de la sexualidad masculina, y que yo tan sólo formaba parte de ese elevadísimo porcentaje de mujeres que mayoritariamente tenían orgasmos clitoridíanos (¿se dice así?).

El anterior me había dicho que mi problema se debía a que yo era lo que él llamaba una "nueva virgen", que no tiene que llegar al matrimonio para mantener relaciones sexuales, pero sí que debe de estar enamorada para no dispersarse sexualmente. ¿Pero qué me está contando este romano? Ergo, yo no estaba enamorada de él. Así que como hay chico nuevo en Chez Daeddalus y me gusta de verdad, de verdad de la buena y viene bajo el brazo con el curso acelerado CCC de masajes y cunnilingus recién hecho; y parece entender de preliminares, aunque mucho me temo que entendemos cosas diferentes en ese término (y yo no pido la luna), nada puede salir mal. Error.

De nuevo, tragedy. Muy aplicado el chico, todo hay que decirlo, pero, y disculpen la expresión, parecía estar degustando mejillones al vapor. Y cómo decirle, cómo contarle. Recuerden, me gustaba, de verdad, de la buena, y no quería que se ofendiera como los anteriores si le decía stop. De modo que sin casi proponérmelo me vi transmutada por vez primera de Meg Ryan frente a Harry y de golpe se vió inaugurado el entreacto de fingimientos varios. Que hubiese descendido un par de escalones en mi dignidad perdida y ya nunca más recuperada, carecía de importancia porque todo se vió recompensado con una satisfacción que no le cabía en la cara a este romano, traducida en una muesca más en su sandalia que lucir con orgullo, me había llevado con sus recientes estrenadas habilidades, presuntamente, al séptimo cielo, ése que habita Mae West. Afortunadamente no preguntó si me había gustado o una sandez por el estilo, no creo que hubiera tenido el valor de mentir. Pero dijo algo ¿peor?: "Ahora te toca a ti". Un clásico recurrente en mi vida, no sé si en la suya.

Y oigan, que yo entiendo el sexo como un toma y daca, un quid pro quo, un lo uno lleva a lo otro. Y supongo es comprensible, él baja al pilón y ahora me toca a mí cantarle al micrófono (por usar la misma expresión que anoche tan diligentemente usó mi apreciado colega) y subirle al séptimo cielo, ése que habita Robert Mitchum. Pero no sé, me sonó, y me sigue sonando, tan mercantilista, que le dan ganas a una de colocarse en una esquina y al menos sacarle rentabilidad.

No se crean, pese a mis palabras, que mi vida sexual de aquel entonces fue tan patética, sólo casi lo fue. Algunos destellos y alguna stairway to heaven hubo. Especialmente cuando conocí a un tipo en uno de esos bares que no estaban de moda, que ni era más guapo, ni mejor amante, ni poseía más muescas en su revólver, ni era más experto, ni mejor dotado, pero que me llevó al séptimo cielo, ese que habita Ava Gardner, haciendo algo que ningún otro había hecho antes; algo tan fácil y tan complicado a un mismo tiempo, escucharme...

Pero no a la manera de otros, pobrecicos, que pretendían dibujar las coordenadas del mapa del tesoro sobre mi cuerpo. Tocólogos frustrados que me bombardeaban a preguntas, ¿cuántos centímetros de piel debo abarcar?, ¿cuántos centrímetros debo pulsar?, ¿cuánto tiempo traducido a centímetros debo introducir?, ¿cuántos besos por minuto?, ¿cuántas caricias por segundo?; tan firmemente convencidos de que el trabajo duro tiene recompensa, cómo defraudarlos y no ofrecerles un orgasmo de alquiler aunque a continuación llegara inevitablemente mi turno para hacerlos ascender al séptimo cielo, ése que habita Clark Gable.

Y la vaina era ésa. Ellos, pasase lo que pasase, yo me ocupaba de que pasara, siempre llegaban. Yo, a ratos; cuatro veces no, una sí. Pero como todo tiene un lado bueno, no sólo comencé a reconocer mi cuerpo, sino que aprendí a reconocerlos a ellos. Un tipo que no te mira cuando te habla, que no te escucha cuando eres tú la que hablas; un tipo que se va mirando en todos los espejos, nunca te hará subir al séptimo cielo, ése que habita Mae West. Y como soy inconstante por naturaleza me cansé del papel de fingidora universal, dejé que Sally se fuese con Harry y opté por un plan B.

En realidad y de ser sincera no había ningún plan B. Hubiese estado bien tenerlo, pero nunca he sido una mujer de recursos. Seguía viva, y tenía ya veintitantos, y entraba y salía de bares que no estaban de moda tras la bruma de cervezas de más y cigarros de menos, y carajo, yo por aquel entonces todavía ligaba en las barras de los bares, y la rutina estaba, y está, infravalorada; y había, y hay, que dejarse llevar y todo lo demás, también. Necesitaba un plan B, porque en tu casa o en la mía, y aunque no tuviera quince, sentía que no me llamaría de lo contrario, y malditas las ganas de tomar un taxi, y al diablo con mis inseguridades y mis dudas. Y ahí me veía yo con un tipo con el que quería estar pero no quería estar, sabiendo que estaba condenada al fracaso, que los orgasmos de alquiler estaban de más, había conseguido subir un peldaño, sólo uno, en la escalera de la dignidad, aunque acabase de bajar tres de un sólo salto al seguirle hasta el coche.

Así que decidí que en esos casos no le daría tregua a las casualidades, que yo y exclusivamente yo tomaría la iniciativa marcando los senderos a seguir. Nada de dejarle desplegar sus trucos y artes amatorias como un pavo real dejándome hacer e impresionar para que luego le tocara a él. Diría aquí mi amiga Sal, siempre tan sabia, que si no quieres caldo, dos tazas. Y si no quieres que baje él, baja tú antes. Resumiendo, ¿qué es lo que más le gusta a un hombre, sexualmente hablando, dejando al margen montárselo con dos mujeres a un tiempo? Una felación y disculpando el lenguaje soez... si se la chupas hasta elevarle al séptimo cielo, ése que habita Steve McQueen, se olvidará de todo lo demás. Convertir mis blow jobs en excelencia tan sólo fue un efecto colateral.



P.D. Clara Bow

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