miércoles, septiembre 15, 2010

Desmentido





No suelo decir tacos. Bueno, no suelo, no. No los digo nunca. O casi nunca, no me vayan a pillar en un renuncio. De hecho si se me escapa alguno suele ser algo voluntario y extraordinario. En realidad creo que mi repertorio es bastante limitado, siempre los mismos, probablemente no más de tres. En esos momentos todos me miran con cara rara, como si ésa no fuese yo y un alien se hubiera adueñado de mi cuerpo. Suelen ser situaciones o conversaciones o circunstancias excepcionales. Generalmente si estoy muy enfadada o muy cabreada o muy exaltada o muy algo... pero nunca cuando grito, en realidad apenas grito, rara vez, nunca; o cuando discuto, no considero que se tenga más razón por caer en el insulto, generalmente fácil y desubicado.

Nunca he insultado a nadie a la cara, nunca le he dicho a nadie que era esto o lo otro (tampoco he sentido la necesidad). Y tampoco he pecado de pensamiento u omisión, bueno, generalmente; alguna vez sí he pensado que alguien era un gilipollas (es uno de los escasos de mi repertorio) y sólo una vez, sólo una, pensé de alguien, que era una auténtica hija de puta. Claro que eso era lo mínimo que se le podía llamar y se lo crean o no yo fui bastante comedida en mis pensamientos, que otros no lo fueron tanto con sus obras.

Sigue costándome verbalizar determinados vocablos, de uso común y corriente que seguro que están incluidos en el vocabulario cotidiano de todos ustedes. Herencia de una educación con monjas y de una familia donde lo único importante eran las formas, las apariencias y el qué dirán. Hace escasos días mi chico raro preferido decía no sé qué de "picardías" y además del ataque de risa sufrí una regresión a los años de mi infancia y/o adolescencia, donde esa palabra no se les caía de la boca a mis tías solteras (no había vuelto a oírla desde entonces), ésa y "pompis", cuando se referían a cierta parte de su anatomía o a las ajenas. Siempre me pregunté si esa palabra existía realmente, y sí, existe, aunque a las únicas personas que se la oí fuera a ellas. Ellas, que siempre decían de alguien que tenía mal café, por no decir eso de mala leche, que debía de sonar mucho peor, no sé... y eso sí se me pegó, acabé por decirlo yo... aún lo hago.

¿A qué viene todo esto? Pues no sé... o sí, pero tampoco importa demasiado aunque a mí si me importe. Porque puedo ser, de verdad, de verdad de la buena, alegre y amable, y agradable y afable (tan sólo para empezar con la a), y puede que mi sentido de la buena educación sea excesivo, pero ni modo... que mi vida es mía, y está ahí fuera.











P.D. Joan Bennett y Billie Burke

[Lou Reed supo decirlo]

Cómo si las mujeres amasen a los hombres por sus virtudes





Y tú parece que sigues sin enterarte...



Me gustan las tormentas... aunque no venga a cuento de nada




Hoy toca el Loco en esta ciudad que no es la mía. Un concierto de ésos gratuitos que el insigne alcalde nos ofrece con ocasión de las fiestas del patrono de la ciudad, San Mateo. Me gusta el nombre de Mateo, aunque no sé para qué o para quién. Me gusta, en todo caso.

En la plaza de la ilustre catedral de la muy noble, invicta, benemérita y todo eso, ciudad de Oviedo. El mismo lugar en el que en las noches de invierno, cuando las sombras extienden sus dominios, una se encuentra de golpe con Ana Ozores. Más de un turista la ha confundido entre la niebla con una dama decimonónica despistada de siglo o con una tardía (o precoz) celebración del carnaval. Aunque no deje de ser piedra sobre piedra hasta reducirse a cenizas.

Me gustaría ir, obvio. Rockear un poco esta noche y volver a las tantas a casa o incluso ir a trabajar sin dormir (hace mucho tiempo que no hago lo primero y años han pasado de lo segundo). Pero no me gustan las multitudes, sospecho que padezco un no precisamente ligero principio de fobia social; y ya se sabe que lo que es gratis es lo que tiene, montones de gente haciendo cola en el Rincón Cubano (aunque los mojitos no sean gratis y tenga su gracia la paradoja, que en una ciudad tan pazguata como Oviedo el rey de los chiringuitos esté regentado por el Partido Comunista), para luego irse a la Catedral a criticar, vociferar y murmurar... total, es gratis y ellos sólo pasaban por ahí.

En fin, que tendría que ir sola. Aunque he aprendido a hacer cosas sola, otras aún me cuestan. El día que conseguí sentarme a comer en un restaurante a solas, lo marqué de rojo en el calendario. Ayer me contaba un colega, de los pocos que aprecio de veras, de verdad de la buena, que se había ido a cenar un pescado él solo. Que me parecería raro, me decía. Pero no, en absoluto, y en realidad lo que le hubiese dicho es que me hubiera gustado acompañarle, ahora, que se ha quedado solo en trágicas circunstancias.

Y por mi parte hasta le he cogido el gusto a ir al cine conmigo misma. Adoro esas sesiones de media tarde, salir de trabajar a las tres y especialmente en invierno meterme en la primera sesión, en torno a las cuatro, a ver películas absurdas en una sala casi vacía. Donde el de la taquilla te mira con cara un poco rara y a su vez soy yo la que miro a las dos, nunca más de tres personas que me acompañan; y especialmente al tipo que siempre se sienta en la última fila, de cuya mirada clavada en mi nuca no logro librarme. Como tampoco logro librarme de pensar en lo qué estará haciendo con sus manos.

Pero adentrarme sola en la multitud es otra cosa, si ni siquiera voy a las rebajas (y eso es mucha renuncia para alguien como yo). Sé que algún día tendré que romper ese miedo, puede que sea esta noche, que a eso de las once baje la calle El Rosal camino al Antiguo y que soporte los empujones ajenos y las risas y los gritos que no van conmigo, y al hasta el absurdo grupo que va de telonero. O puede que no, que como siempre me quede en casa, y me siente a ver una película de ésas en blanco y negro en las que Greta la Divina se emborracha y pierde la cabeza, o me meta de nuevo una maratón de capítulos de "Sons of the anarchy", aunque me esté comenzando a aburrir, que la parejita feliz del tonto del rubiales y Miss Menken me da cada vez más pereza; que si uno es un outlaw, debe serlo con todas las consecuencias.

O tal vez, lo mejor que debería hacer es plantearme de una puñetera vez por qué me tengo tanto miedo a mí misma. Por qué me asusta tanto mirarme a los espejos o descubrir mi reflejo en los escaparates o en los probadores de las tiendas. Por qué odio tanto quedarme a solas conmigo misma, si en realidad nunca he dejado de estarlo.





P.D. Lenore Aubert

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