jueves, marzo 15, 2012

Life is the fast lane




Creo recordar... no, creo, no... lo recuerdo a la perfección. Fue en uno de mis fines de semana madrileños. Mañana de sábado de compras con C. en la calle Fuencarral. Estaba apoyada en el escaparate de... bueno, me importa poco hacer publicidad... de Desigual. C. es fan absoluta de esta marca (y de Custo, obvio), a mí no me gusta; poco, nada; o en realidad no me disgusta en otros y me disgusta en mí. Ahora en realidad la moda me la trae al pairo; las modas, los colores, los estilos; acabo siempre poniéndome casi cualquier cosa... pero cuando aún iba de compras, leía el Vogue y hasta me compraba el Cosmopolitan; me apuntaba a todas las tendencias, que no modas, cuando ni siquiera existían las tendencias, y decidí que no me gustaban los estampados igual que no me gustan los cacahuetes, las joyas de oro (amarillo) o los tipos que van de graciosos haciendo un chiste a cada frase pronunciada.

Los estampados (y los cuadros) no son para las chicas tímidas. Y yo, no lo olviden, soy de las tímidas. Tampoco para las chicas altas, y yo estoy por encima de la media. Me costó mucho aceptar, por cierto, que yo nunca sería una de esas chicas pequeñitas, de huesos frágiles, que inspiran ternura y afán de protección, que impulsan a abrazarlas.

Pero estaba yo allí, apoyada, fingiendo mirar el escaparate y debatiendo conmigo misma la oportunidad o no de comprarme una cazadora de cuero de color verde oliva que no necesitaba para nada con un dinero que no me sobraba... Y allí estaba él, en medio de esa situación absurda que tantas veces se da y que yo nunca he acabado de entender, su chica (doy por sentado que eran pareja), comprando compulsivamente y él aguantando estoicamente a a la entrada de la tienda, cargado con las bolsas, haciendo equilibrios entre éstas y su cigarro apurado. Le sonrío casi involuntariamente con gesto de comprensión, tira la colilla y me envía una sonrisa de vuelta, intuyo que a modo de despedida, que regresará al interior de la tienda a decirle a su chica lo bien que le sienta el color morado. Pero no, sigue fuera con las bolsas en la mano, con un vago gesto de acercamiento me ofrece un cigarro y un par de sonrisas de más. Rechazo el ofrecimiento, no fumo, gracias. Y él guarda el tabaco y tampoco fuma, y sonríe de nuevo titubeando, parece que quiere decir, pero no dice... y yo, qué vamos a hacerle, no soy yo de las que liga en las puertas de las tiendas de la calle Fuencarral con desconocidos que me ofrecen cigarros mientras sus novias se prueban ropa con dos tallas de más. Además aparece C. con sus compras y me salva del Averno ofreciéndome unas cañas y presentarme al amigo del primo del hermano mayor de no sé quién, que me va a encantar, que estudió en la Sorbona y es más alto que yo, y obvio, habla francés y no cuenta chistes malos, y le gustan los pistachos y conducir en carreteras sin rumbo. Así que con una media sonrisa nos despedimos y una parte de mí que no controlo le dice "Hasta la próxima. Suerte"...

Y como yo soy de las que olvida hasta mi nombre pero jamás una cara, sentada ayer en una terraza al sol de marzo, creo reconocerle dos mesas más allás tras mis gafas de sol. Han pasado probablemente más de dos años, y la chica que le acompaña no es la misma de aquel entonces. Aunque también sea morena, de uno sesenta, de huesos frágiles y apariencia dulce. Él la mira embobado sin percatarse de nada de lo que ocurre alrededor. Ella viste una falda rosa de estampado de leopardo, los estampados de leopardo tampoco son para las chicas tímidas. Están bebiendo café (yo coca-cola light) en una de esas tazas grandes para el café con leche, no para los cafés solos ni para los cortados. Él acerca la taza a sus labios, la abraza con la mano, la izquierda, y pienso que me gustan los hombres que acarician la taza cuando beben y no puedo evitar darme cuenta de que nunca me he fijado en cómo coges tú la taza del café.


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